Casafranca - Comarca de Entresierras
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EL FUEGO

 

 

Acabo de encender la chimenea y en tan pequeño espacio restos de bosque han cobrado vida merced a una pequeña chispa. Esa misma chispa que supo domar nuestro antecesor y que le hizo libre, hoy me acuna y me adormece con su calidez bailando ante mí en coloridas transformaciones.

 

El fuego es, sin duda, el más bello de los cuatro elementos. Indomable y destructor, sigue unido al hombre en su cotidianeidad y en su memoria ancestral. Tan es así, que en fechas señaladas de nuestro calendario conmemoramos el don de Prometeo, el titán generoso, que nos regaló las llamas protectoras, esa primera chispa fuente de vida ... y muerte.

 

San Juan, fiesta conocida de todos, celebra un solsticio, el equilibrio entre la luz y la oscuridad, pero en Casafranca no tiene trascendencia. En mi pueblo, pequeño y discreto, es una mujer la que nos convoca en torno a la hoguera. “ ... Santa Bárbara bendita que en cielo estás inscrita ...” .Aparece con los fríos invernales al igual que ahora a sido traída a mi memoria por el viento furioso que azota los cristales.

 

Es a principios de Diciembre cuando en su fiesta, niños y mozos desaparecen en el bosque para limpiarlo, recogiendo su tributo de ramas secas, mientras las mozas y mujeres maduras limpian el suelo de la plaza para que nada empañe la ofrenda.

 

Se inicia la ceremonia con los ecos lejanos de los que se fueron. Bajan sus canciones por la ladera del monte trayendo el regalo de la tierra, de la Magna Mater, que en breve ascenderá al cielo transformada. Ya todos reunidos preparamos dos montones de leña, uno para prender y el otro para alimentar el fuego, pues no quemamos muebles viejos. Tampoco pisamos las brasas ardientes, lo máximo que hacen los más intrépidos es saltar la hoguera cuando las llamas bajan, mientras los demás contienen el aliento frente a tamaña temeridad.

 

También los más pequeños enfrentan su riesgo particular protegidos por las sombras: el único cigarrillo que les está permitido, sólo hoy y sólo por la hoguera.

 

Ya es madrugada y el fuego se acaba. Desde la caída del sol hombres y mujeres hemos estado luchando para alejar las sombras. Poco a poco hemos realizado la danza circular de acercamiento al fuego, al calor, y ahora que tan sólo quedan pequeñas estrellas caídas estamos todos juntos, mano con mano, amigo con enemigo, mirándolas solidarios en la misma ceremonia.

 

Acompañando la noche también a caído el silencio. La algarabía y la euforia de momentos antes han dado paso a los recuerdos y, quizá al arrepentimiento de culpas ajenas por aquellos otros fuegos terribles y vergonzantes.

 

Todavía un año más la santa a recibido su tributo de fuego y humo.

 

¿Volverás Bárbara?. Regresa el próximo año para aceptar la ofrenda de los hijos del fuego. Regresa para que veas que todavía conservamos el regalo del titán, el regalo que nos hizo libres, que nos hizo humanos, que nos hizo ... como somos.

 

 

Florencia Varillas

Nuevo texto de Graciela desde Argentina

La iglesia de piedra

 

Nunca pude determinar en qué momento de mi infancia surgió, si fue producto de la prolífica fantasía con que supe sortear situaciones dolorosas y difíciles de comprender en toda su complejidad para una niña o si acaso se escapó subrepticiamente de algún sueño, quedando como un residuo, como una foto borrosa sin significado aparente: una iglesia de piedra que refulge con la luz de la tarde; una leve hondonada orientada hacia un sendero de tierra que se inicia a escasos metros de las puertas del templo y se pierde hacia el norte; entre la iglesia y el camino, el sol formando un ángulo definido antes de caer y perder fuerza; y parada a un costado de la iglesia, una mujer joven que, en ciertas ocasiones, sumida en el desaliento, parece despedir a alguien, y en otras, sola e invadida por la incertidumbre, observa el horizonte lejano, allí donde el sendero se transforma en un punto, quizás intentando adivinar una silueta que le devuelva la calma.

 

Con frecuencia creí que ambas versiones de la imagen –la despedida y la espera- y sus emociones concomitantes eran independientes, alternándose al ritmo de las fluctuaciones de mi ánimo, aunque bien pensado también podía tratarse de una sucesión de hechos –una despedida que deja a la mujer en soledad- aparentemente recortados, como si a la cinta de la película le faltara un trozo por algún motivo desconocido.

 

Tanto daba, porque en cualquier caso aquella tarde que siempre situé en la primavera me insuflaba un leve soplo de esperanza, por encima de todo dolor y de toda inquietud, cada vez que la imagen volvía a habitarme.  De hecho, en ciertas ocasiones yo misma la traía en mi auxilio, como si al extraer esa visión del cajón de los recuerdos, me resultara más sencillo resistir a los embates de la vida.  Por lo general eso sucedía durante algunas tardes penosas en que huía de la realidad subiendo a la azotea de mi casa y observaba las nubes iluminadas por un sol que los tejados, a esa hora, ya no me permitían ver.  Esa luz previa al atardecer, que se iba amarilleando hasta finalmente volverse anaranjada o roja con el crepúsculo, me retrotraía de manera indefectible a la mujer junto a la iglesia de piedra, en algún lugar probablemente imaginario.  Y sobre todo, me conectaba con su perseverante esperanza.

 

El motivo de la presencia de esa joven junto a la iglesia siempre constituyó un enigma, si bien una voz proveniente de un sitio misterioso me decía que la mujer vivía allí.  ¿Se trataba entonces de un convento y ella formaba parte de una congregación de religiosas?  Me aventuraba a creer que no, porque su vestimenta se asemejaba más a la de una campesina –pulcra, de color blanco tiza, pero de una tela muy rústica- que a los hábitos de una monja.  Y sus largos cabellos cobrizos, movidos desordenadamente por  el viento, no estaban recogidos tras una toca, como con seguridad hubiese correspondido.

 

A medida que discurrían los años, aquel recuerdo que no era tal se fue volviendo más nítido, al agregarse nuevos elementos reconocibles, como si ciertas piezas perdidas hubieran terminado por aparecer hasta componer un rompecabezas que, en un principio, no se hallaba completo. 

 

De todos modos, para ser completamente franca, cuando la niña que fui se hizo mujer y dejó de refugiarse en la azotea durante aquellas tardes melancólicas, la imagen comenzó a caer en largos períodos de olvido, desprecio y arrinconamiento.  Era evidente que nada más podía agregar a la joven, la iglesia y ese paisaje solitario y bucólico que las rodeaba.  Y tampoco lo pretendía.

 

La vida continuaba sin su intervención y mi existencia acumulaba años sin hallarle sentido a aquel instante extraño que, por más que resultara disparatado, sentía que en cierta forma era parte de mi propio inventario de recuerdos, aunque al mismo tiempo me fuera ajeno.  Ajeno a mi vida en la Argentina, a mis circunstancias como testigo de la revolución tecnológica de entre siglos y a los vaivenes un tanto apocalípticos del comienzo de un nuevo milenio. 

 

Lo cierto es que arrumbada en el fondo de mi indiferencia o reasignándole un valor esperanzador en momentos de necesidad, no fui yo quien finalmente puso las cosas en su lugar sino la vida misma, cuando varias décadas después de que esa imagen irrumpiera por vez primera, volé desde Buenos Aires, mi ciudad natal, con rumbo a España, ilusionada por recorrer la tierra de mis antepasados, oriundos en su totalidad de un puñado de pequeños pueblos muy cercanos entre sí, situados al sur de Salamanca. 

 

Mi brújula del corazón señalaba con fuerza a Casafranca, el pueblo de mis abuelas, con quienes soñaba frecuentemente en el último tiempo y cuya presencia invisible, que percibía a diario, había terminado por darme el impulso final para emprender aquel viaje.  Y fue a sólo un par de kilómetros de ese mágico pueblo de calles circulares y casas de piedra y pizarra -más precisamente en Fuenterroble de Salvatierra-, donde le encontré a la imagen su lugar en el mundo y la iglesia soñada acabó por cobrar existencia.

 

Está de más aclarar que mi capacidad de asombro se vio desbordada por el hallazgo inesperado, pero tras el impacto del primer momento y sin poder creerlo del todo aún, me dispuse a recorrer su perímetro hasta situarme en el mismo punto en que la mujer permanecía en mi recuerdo. 

 

En efecto, el suelo descendía suavemente hasta el comienzo de un sendero que se abría entre la dehesa, tal vez rumbo al Pico Monreal, el cerro más alto de la zona.  Resultaba imposible corroborarlo porque se perdía en el horizonte antes de transformarse en aquel punto que ella observaba con inquietud.  A excepción de un par de construcciones achaparradas y cronológicamente posteriores a aquella antigua foto que se alojaba en mi mente, todo coincidía: la iglesia sorprendentemente idéntica, el camino, y entre ambos el ángulo del sol descendiendo sin apuro en la tarde de primavera que, al grito mudo de “¡ábrete sésamo!”, se había dejado ver entre los gruesos nubarrones que cubrían el cielo, justo en el instante en que llegué a la iglesia.

 

Alguien me explicó que en la cima del cerro Monreal existía un atalaya, custodio y vigía de esa zona fronteriza en tiempos de moros, y la iglesia –fuerte, además de templo católico- cobijaba a los vecinos del lugar en momentos de peligro.  ¡De modo que ella se había refugiado allí!  Ahora la imagen cobraba sentido, podía comprender su actitud de espera, los gestos de despedida, sentía en mis propios huesos su dolor, sus dudas, su angustia, inmensa como la misma dehesa, y albergaba en mi corazón su secreta esperanza. Varios siglos atrás -¿cuántos, cuántos?- seguramente la nieve del riguroso y despiadado invierno había escarchado su rostro, el primer sol de la primavera había entibiado su cuerpo aterido y –puedo darlo por seguro- el viento serrano se había enfurecido, enmarañando sus cabellos, tal como yo la había visto siempre.

 

Es probable que se haya tratado de una anónima campesina, pero aun siendo el más insignificante de los seres, sin lugar a dudas no estaba destinada al olvido, pues desafiando al tiempo y al espacio, había cruzado el inmenso océano Atlántico, y en pleno siglo XX había llegado hasta mí en una América lejana, de cuya existencia acaso ella se haya mantenido ignorante, como cualquier humilde habitante de la zona de entresierras de la provincia salmantina, en un siglo distante e impreciso. 

 

Aquel momento que ella padeció con el corazón desgarrado y que yo recordaba como propio, era un punto de inflexión, de sufrimiento extremo, de crisis; ésa y no otra debía ser la razón por la que aún sobrevivía, a la manera de un fogonazo que imprime una marca imperecedera y que resiste a todo intento de ser olvidado. Mezclado entre mi sangre, arrinconado en cada una de mis células, su recuerdo había logrado subsistir, convirtiéndose  en un pequeño pero maravilloso milagro. 

 

Tal vez por eso, sentí de improviso un enorme deseo de agradecerle, de contarle que a pesar de aquel dolor tan profundo y perdurable que pudo resistir el paso de los siglos, todo había salido bien.  Entre tragedias y un puñado de alegrías, entre penas y un germen indestructible de esperanza, ella se había multiplicado en otras vidas, una de las cuales era yo misma.  Y quizás gracias a que había logrado huir del peligro para refugiarse en la imperturbable iglesia-fuerte, había salvado su vida y la de todos los que luego continuamos su viaje por este mundo. 

 

¿Pero cómo alcanzarla, cómo explicarle lo que había sucedido más tarde con su energía vital, con la herencia que nos había legado sin que casi nadie la reconociera? Me frustraba la idea de no encontrar una forma de comunicación con quien me había acompañado en silencio a lo largo de los años creyendo que era un sueño o una fantasía. Al mismo tiempo, mi pretensión me parecía absurda: sí, está bien, había existido, había pisado la Tierra como yo, había vivido sospechosamente cerca del lugar de origen de mis abuelos, pero había abandonado este mundo cientos y cientos de años atrás. 

 

La contrariedad del primer momento desapareció, no obstante, apenas me di cuenta de que bastaba mi propia intención para que la gratitud pudiera recorrer el mismo camino invisible por el que aquella imagen había llegado un día hasta mí, esperando ser devuelta a su verdadero lugar.  Porque como parte de una infinita unidad, la vida nos hace, a aquella joven y a mí, la misma mujer; ese hilo imposible de romper atraviesa una indefinida cantidad de generaciones para hacernos una, aunque la historia nos abisme, aunque mis innumerables distracciones y hasta mi desprecio hayan intentado escindirnos, aunque nada concreto y palpable indique que ella y yo somos en esencia lo mismo. 

 

Y cuando me detengo unos instantes, dejo a un lado el vértigo insensato de la vida cotidiana y me digno hacerle un lugar para observarla, ella transforma mi soledad en pura ilusión y me recuerda que muchos seres laten dentro de mí y me brindan su propia fuerza. De casi todos nunca sabré nada… aunque puedo afirmar con un secreto orgullo que a uno lo conocí, gracias a esa huella que se burló del espacio, del tiempo y de cualquier otra dimensión inteligible, para abrirse paso y conducirme con suma paciencia a la vieja iglesia de piedra.

 

Graciela   

Argentina, 2016   

Evocadora imagen de Casafranca

Agradecemos a Rosa Martín que haya cedido este texto que le dedicó su sobrina Sara

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Una historia verdadera de Antonio Hernández Ingelmo

EL JARDIN DE CASIOPEA

 

 

 

        Existió no hace mucho una mujer bella, tímida, culta, independiente, luchadora y llena de proyectos, a la que la vida enfrentó con las más terribles situaciones de las que siempre salió fortalecida. Esta mujer decidió un buen día que necesitaba un rincón para ella sola y compró una casa en un lugar donde tenía raíces familiares y la convirtió en su propia esencia, su castillo, su lugar en el mundo. Allí mismo creo un jardín.

 

        Árboles, hierba, flores de temporada, plantas de umbría, y violetas fueron plantadas y cuidadas amorosamente por ella que recibía su recompensa cuando al despertar abría la puerta, se asomaba al jardín y se dejaba invadir por los aromas de un nuevo día.

 

— ¡No te imaginas lo feliz que soy! — me decía — ¡Salir al jardín temprano por la mañana y sentir que esto es mío! ¡Me siento muy afortunada!

 

        Y esto lo decía una mujer que tuvo que enfrentarse a la muerte de dos hijos. ¡Se sentía afortunada!

 

        A mi me gustaba su jardín porque era ella misma, y durante el día la luz y la sombra me mostraba aspectos diferentes de las mismas cosas, pero sobre todo me gustaba durante la noche. Los muros que encuadraban ese pequeño jardín ocultaban la luz de las farolas mostrando un hermoso y estrellado cielo, y allí, durante todo el año, siempre, la misma constelación: Casiopea.

 

        No es una gran constelación. Tiene forma de línea quebrada o, si se prefiere, forma de "M", pero tiene dos de las estrellas más brillantes: SHEDAR (en árabe seno, 800 veces más luminosa que el sol), KAF (en árabe palmera, 4 veces más grande que el sol), y dos nebulosas que se llaman CORAZON y ALMA.

 

        La dueña del jardín ya no está con nosotros y serán otras manos las que poden y siembren. No dudo que lo harán con todo cariño, pero para mi no será lo mismo aunque siempre podré volver y mirar el cielo en la noche y buscarla y encontrarme con ella, y buscar su seno, su corazón y su alma, y observar como gira en torno a la estrella Polar, esa línea quebrada, esa "M" de madre que me ayude a no perder el norte.

 

 

 

Virginia Corzo Varillas

Febrero 2015

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